domingo, octubre 02, 2011

Una noche fría, un viento helado en primavera. Un árbol llega a mi ventana.
Escucho la voz de un nene en la calle. Respiro mientras me desperezo. Exhalo con fuerza y dejo caer mis hombros. Muevo el cuello hacia un lado y el otro. Abajo el empedrado es invadido por la luz débil de un farol.
La totalidad del anochecer silencioso me impide evadir el próximo lunes, me recuerda el deber hacer. Me pesa la conciencia. Necesitaría 24 horas de ventaja, algún mañana sin obligaciones para un hoy en tranquilidad.
Me enloquece la sensación de sin salida cuando se el esfuerzo necesario para el éxito de cualquiera de mis planes. No se dejarme estar del todo, me cuesta poner toda mi energía al servicio de un propósito deseado, me agota, sé que casi nunca lo hago, y entonces me castigo en el peor de los sermones.
Llevo horas indecisa, resistiéndome al trabajo planificado. Tengo frio en los pies. Tengo hambre. Miro alrededor. Podría hacer muchas cosas antes que las prioritarias, las necesarias.
Observo las ramas en la oscuridad, moviéndose en la fresca brisa que recorre la cuadra, las sombras de las hojas sobre el frente de una casa vecina. Un auto pasa y deja su ruidoso motor por un instante. Los sonidos de un hogar semi-habitado sostienen mi ansiedad, llenan el vacío cuando se callan los movimientos circulares del día, evaden las sombras de la noche.