miércoles, octubre 29, 2014

  No es de esas para modelaje. Ni lisa, ni delgada, ni siquiera sus huesos colaboran.
  Cada una de sus marcas es como un dato cartográfico que contempla el mapa de su recorrido. La cicatriz de la fractura del dedo meñique cuando resbalo escalando en Australia, la medialuna chiquita que le quedo del corte cerca del pulgar cuando en Budapest se le cayó una taza de porcelana.
  Tiene la piel curtida de juntar kiwis en Nueva Zelanda y uvas en Francia, la piel medio morena del sol mexicano y la roncha en la palma de la mano que quedo de la picadura de una araña en el Amazonas, trepando un árbol de bananas.
  Pero esta mano también conoció la espalda de Jean Paul, los hombros de Isadora cuando se despidió de Bahía, la arena cálida y algunos peces el día que acaricio a contrapelo un tiburón bebe.
  Agarra fuerte los pasajes, acaricia el pelo, rodea un muslo y cubre los ojos al atardecer en Bali.
Anuda fuerte una mochila, trenza una canasta, delinea unos labios deseados.
 Es una mano sincera y cruda. Tiene una uñas cuidadosamente cortadas que cada tanto cambian de color, y un anillo de jade que adorna su dedo índice de cuando Sajir, mirándola, la tomo para ayudarla a bajar del camello.  Fue entonces, que conoció la profundidad del desierto.