martes, julio 09, 2013

Todavía llovía cuando Rosario salió al jardín del fondo. Camino hasta el cuenco que estaba colmado por el agua que escurría el rosal y fue hasta la galería apoyándolo con cuidado, los pétalos flotaban en una danza circular. Alguna gota que resbalaba por el limonero mojo su frente, después el bordado del vestido hasta los pies. Olía la tierra revuelta, el vapor que subía, la facilidad para extrañar las cosas que duele soltar, como el pasto al agua condensada que se vuelve vapor cuando el calor agobia. Así, Rosario soltaba: de a poco, con sumo cuidado.
Se sentó a observar el cuenco hasta ser absorbida por las vibraciones. Su cuerpo, que latía en la misma sintonía, buscaba formas escondidas intentando descifrar jeroglíficos perdidos que guiaran el pensamiento. La madera estaba helada. Cerró el suéter de algodón botón por botón despertando los dedos en ese trenzado tan exigente en la motricidad que implica, que es mejor no dejar de concentrarse, y sujetó el pantalón a las piernas para hundir los dedos de los pies en el suelo.
Nuevamente camino hasta las plantas, les dio la vuelta y regreso a la galería. El cuenco continuaba inalterable en su existencia, sosteniendo el agua que se mecía. Hizo girarla con uno de sus dedos índice que después sacudió en un vaivén sutil que dibujo una curva, que hizo eco en el brazo, en el torso, en la espalda, transformándose en un giro, en un camino de barro sobre el piso de roble viejo. Eran curvas pronunciadas, escondidas, arrepentidas, seguras, definidas, algunas casi invisibles que movían las rectas pequeñas. Una ondulación infinita, que no tenía principio ni final, una piel que hablaba y resolvía sin lugar a la conciencia. La escena era única, el público acomodado alrededor aplaudía cada vez que una ráfaga aparecía. Rosario continuaba más cerca de ellos, miraba de cara al cielo, abría el paso fresco a sus órganos. Circulaban energías que alimentaban la imagen, que cantaban susurrándole al oído. El corazón se aceleraba, el pecho ardía y se relajaba, abría los ojos, todo el espacio. Cuando sintió que la pausa la llamaba, se acercó al cuenco nuevamente, tomo el agua que tenía dentro, comió los pétalos y con lo que sobro humedeció lo que quedaba seco de su territorio. Sonrió, agradeciéndoles y apoyando cada parte de sus pies entro a la casa, dejando la puerta abierta para no olvidarse nunca de la danza y su esencia.