Lo que tarda
en caer la primera lágrima del destierro, cuesta juntar con las dos manos, en
un río silencioso que cava por dentro de montañas cuevas de brillo y sombras.
Lo que tarda
en nombrarse la ruptura, aletarga en sueños el dolor que siempre llega y nunca
se hace acción, hasta que sí. Ese sol que quema demasiado fuerte hasta helar el
último suspiro.
Una noche
oscura donde las estrellas ya no brillan, el futuro que se deshace, una
desilusión que corta el aire, ahoga el pecho.
El dolor de
escribir en el dolor, la inspiración que nace mejor de esa fuente. El odio de
que no inspire más que el amor.
Un ocaso tan
suave que enciende el horizonte con miedo. Ya no poder dar un paso atrás,
sentir que no hay más formas, que se agotaron los moldes. Ese miedo que abre
heridas nuevas viejas. El olor del abandono, la tristeza que abre los ojos. Ese
enojo tan feroz que arranca todo lo que queda de una sola vez.
Ya no queda
nada, y después: el convencimiento. Una mano que vuelva tomar por el hombro
para no permitir la marcha atrás, darle la espalda al error acertado, mirar a
lo lejos el agua de algún mar desconocido.
No hay dos
piedras iguales. No hay dos ardores iguales. No hay más que lo que queda, de
días nunca iguales, de campos abiertos, de bosques fértiles, de playas
vírgenes, esperando el sueño.