¿Cómo se sufre la fantasía? ¿Cómo convivir con el juego divino, con la
seducción inherente que tiene?
Cuando el jabón de glicerina se deslizaba por mi brazo, recordaba una
de las primeras tardes que me encontré con Juan de casualidad. Fue la primera
de muchas otras ocasiones que la fantasía acomodaba con esmero el inventario de
razones para nunca soltarlo.
Cuatro años más tarde, paseando entre los pasillos de una farmacia del
centro, volví a encontrarme con el perfume a lavanda del jabón de glicerina que
nunca más había usado. Era el mismo que llevaba en la mochila una de las
primeras veces que me encontré con Juan de casualidad. Aquella vez, también
había comprado un espejo, un tanto encaprichada con su aspecto, porque a decir
verdad era bastante pequeño como para utilizarlo en algo que no sea mirarme los
ojos, aunque con eso bastaba. Nada más importante que los ojos y un espejo
pequeño para observar el detalle, para jugar a recibir lo que de mí salía sin
entender.
Resolví guardar en la memoria lo que una vez imagine percibir. Los
días y los meses siguieron agitándome el pecho y Julieta seguía escuchándome
renegar de las malas elecciones, amigas como ella son necesarias cuando
necesito objetivar lo que siento. Continué caminando el mundo que tenía, uno
que a veces elegía y otras muchas veces no, pero del que siempre fui
responsable. Hace dos días, subí en la estación Federico Lacroze casi a los
saltos en el último vagón. Sin prestar demasiada atención me senté: había algo
que giraba entre las pocas personas que estaban ahí conmigo, algo que me
aceleraba, una inquietante energía que iba acechándome hasta que di justo con
el tiro. Quede en medio de un lazo invisible de impulso. El esternón me ardía
como aquella noche en que parecía que todo iba a derrumbarse. Como una flecha
con una gran punta, atravesó el largo pasillo, en diagonal a donde yo estaba.
Otra vez la casualidad. Me levante a saludar a Juan como quien saluda a un gran
amigo que no ve hace años, fue un abrazo lo bastante sincero como para
alegrarnos los dos. La gente nos miraba de una manera extraña, supongo que
nuestros movimientos habrán interrumpido de golpe la inercia con que el subte los
balanceaba.
En la cama éramos tres: mi imaginación, mi cuerpo, y la idea de Juan
en mi memoria llenando la habitación de deseos. Me levante de golpe y busque el
espejo que había comprado 4 años atrás en Devoto. Era un espejo ovalado, con un
mango plateado, el revés estaba forrado con alguna tela que tenía un ángel
impreso. Volví a buscar entre mis cosas la entrada de la última función a la
que había ido. Volví a buscar entre los papeles de mi agenda la receta. La
tarde de ayer fui de nuevo a la farmacia, en el pasillo la energía me acechaba
como una llaga profunda…Juan estaba en el fondo del local, apoyado sobre el
mostrador. Me acerque bastante angustiada, lo mire con el dolor que ahoga, con
la bronca de tener que resolverlo así: moví mi cabeza apretando los parpados, y
sin volver la mirada hacia él, le entregue al farmacéutico la receta que me
había dado el psiquiatra. Tenía que matarlo de una vez y para siempre, que
quedara detrás, más allá del recuerdo.