Porque sometieron la experiencia
al juicio ajeno, más que a las sensaciones propias, hoy los miran cuando entran. Con las manos sueltas y el corazón apretado.
Un par de palabras poco inocentes que juegan a ser amables pero que desde cerca
y a la distancia son una cuchilla caprichosa, llena de peros sin fundamento.
Hace años no hablan de otra cosa
que de nada, porque ese juicio extranjero no los deja decidir. Una luna
inmaculada robo el deseo en la mirada, una imanada atracción no descansa y el
prejuicio de ellos mismos separa los
destinos, a no ser que la propia vida los reúna en algún lugar de la Ciudad,
cuando el viento deja de soplar sobre las baldosas y sube, enfureciendo el
cielo hasta que vuelven a separarse.
No
alcanza con que no sea. Tiene el destino que recordarles todo el tiempo el
dolor de no haberse arriesgado a tiempo y para eso no hay consuelo. Lamentar,
se lamentan todos pero nadie vive con la carne enrojecida como ellos, porque
todavía queda la atadura de la piel cuando hace cosquillas e insinúa que una
magia que se calla dice todo lo que las palabras no nombran. La certeza del
calor en las mejillas, la espalda que se acomoda cuando vienen, que estremece
por delante cuando van, un jazmín que florece en el primer sol fuerte y se
muere porque falta el último frío.
Y
ahí están, uno que cruza la calle y ve por la ventana a otra que hace de cuenta
que no ve y revisa el celular para ver si fue vista. Un tango que el primero
dejo a la mitad y la segunda no aprendió a bailar por miedo.
Todos los ven, y nadie sabe que al final del día casi ni se acuerdan que los años entierran lo que esos mismos años desentierran al salir por la misma puerta, de la misma calle, del mismo barrio a mil kilómetros de distancia.
Todos los ven, y nadie sabe que al final del día casi ni se acuerdan que los años entierran lo que esos mismos años desentierran al salir por la misma puerta, de la misma calle, del mismo barrio a mil kilómetros de distancia.