Entro una vez más por esos largos
pasillos con puertas blancas, todas están numeradas. En cada una, se enrolla un
ovillo distinto. Todo parece salpicar de confusión la espera.
Malena lanza preguntas como un
pescador lanza la línea al agua, con la ilusión de la recompensa cuando se es
paciente. Pareciera que algo va a jalar desde lo profundo.
Esta inquieta, porque sabe que
al abrir realmente una de esas puertas puede destellar el vacío o lo obvio, lo
que siempre estuvo ahí, lo que transcurre hoy sin forzarlo: el dolor al
despegarse de los juegos inflexibles, de las piezas de mármol, de las espaldas
que han sabido lastimarla.
Al vértigo oscuro se lanzó sin pensarlo, sin
embargo, elegir algo y tomarlo de la mano sosteniéndolo, casi la desnuda por
completo. Es el afirmarse sin culpas, un
trazo que esta tan seguro de ser que no necesita borradores, va y viene
inalterable.
Malena baila con su espejo, se
repite y se reta por esto. Se come así misma y se transforma en energía, se
saca a pasear, se disfraza y se desviste. Se escribe en la mano lo que no
quiere olvidar para después lavársela y así, desatarse. Su forma la expone, no
tiene horarios.
De vez en cuando descubre algún
recuerdo: las figuritas abrillantadas, la muñeca preferida, el salto de dos en
dos en cada escalera; la prisa arrolladora, los cuentos infantiles que la mama
le regalaba, las uñas mordidas, nadar en la pileta con su papa; la inquietud
ante la ausencia, la poca astucia que desvela a la torpeza.
Malena se recuerda, se danza, se
abraza, se empuja y se va a buscar en los amplios pasillos, en habitaciones que
abre o cierra de un portazo. Se sienta en el borde de la cama a soñar, se
desorienta en el camino y baja corriendo para no perderse la conversación que
sus hermanos están teniendo en la cocina.
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