Hace mucho tiempo me dijeron que al
mirar al espejo, debía intentar entender el otro lado. Días atrás empecé a
comprenderlo, cuando acercándome al espejo casi lo toco con una de las
mejillas. Ese roce provoco un sobresalto en mí, no por el contacto sino más
bien por la transformación del material al reconocer mi piel, entonces, decidí
alejarme unos pasos.
Cuando volví sobre él, me vi obligado a
sumergir mi cara en el agua de la pileta de la quinta de Moreno. Fui feliz muchos veranos, de manera que me
entregue al buceo profundo. Justo cuando estaba por emerger, el espejo se
fragmentó cayéndose en partes al suelo.
Intente armar el rompecabezas
tratando de no cortarme, fue en vano. La sangre brotaba de las yemas de mis
dedos, e impregnaba cada centímetro de vidrio que recogía. El ardor que las
heridas provocaban no solo era más
intenso sino que bajaba hasta la rodilla.
Quise ponerme de pie con tan mala
fortuna, que al apoyar una de mis manos un trozo pequeño se incrusto en la
palma. Ahora la sangre era un rio caudaloso que bañaba la alfombra del living.
Con ese sufrimiento a cuestas, alcancé
a tomar el marco del espejo para no caerme; el barandal del corredor casi me
lanza al vacío. Del susto reboté incorporándome a una geografía que no era ni
un lado ni el otro. Una cartografía desconocida para un cartógrafo que ahora no
tenía referencias.
Los trozos se unían, como un imán
inherente, reconociéndose en un reflejo nuevo, virgen de juicios.
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