domingo, octubre 14, 2012

A través de la ventana se veía el viejo puerto. La humareda de la combustión daba un aire grisáceo al río que despedía y recibía, como un ciclo de acciones que nunca se detiene. Clara, observaba como hipnotizada el marco de madera de ese hueco en la pared. Un broche nácar cerraba el cuello del vestido celeste que le llegaba a los pies. Las mangas, apretaban las muñecas casi tanto como la cintura. Haciendo caso al fotógrafo, dejo de jugar con el anillo que tenía en el dedo índice de una de sus manos. El piso de madera, todavía conservaba el calor que el hogar había dado a la habitación.
Juan Antonio, por su parte, hacia todo lo que estaba a su alcance para no flexionar las rodillas, ni mover la cabeza. Respiraba profundamente, para aplacar la ansiedad que le generaba estar tan cerca de Clara, casi rozándola pero sin tocarla. Sentía como si su deseo, fuese una extensión de su cuerpo, rodeándola como un aura.
El fotógrafo debía tomarse su tiempo. No quería simular ningún paisaje. Se sabía innovador ante la idea de perpetuar en el tiempo algo más que un simple retrato. Le pedía a Clara que mirase a la cámara y no se distrajese con el afuera. Era muy cuidadoso en su oficio, que mas creía arte. Estaba esperando el instante indicado, quería demostrar su existencia.
Los tres sentían su presencia, pero aquel que retrataba, contaba con esa certeza. Acaso porque su tercer ojo le permitía ver mas allá. Agazapado en un rincón, imponía su energía. Era un imán atrayendo metales. Era el silencio de corchea en la música, el color sutil en lo oscuro, la fuerza sutil del talón hacia adelante en un passé; la sutil corriente de aire que de golpe cerró la puerta. Y entonces, cuando Clara inspiró y sostuvo el aliento en su pecho, la cámara disparó, inmortalizando sus profundos ojos negros.

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