martes, diciembre 02, 2014

La línea media de su espalda era acariciada por una esponja vegetal; su delgadez permitía reconocer al tacto vertebra por vertebra, su columna era un tobogán indomable desde donde caía un aceite denso.
Las manos rodearon del golpe su vientre, el vapor condensaba el olor a romero y menta.
Como unas pinzas afiladas, unas uñas sujetaban del pelo a la cabeza cuya boca era besada.
Un enredo de piernas luchaba por no salir del agua caliente. Fue más fuerte otro deseo: mojando el piso y con sumo cuidado, Marcelo corrió a buscar la cámara de fotos, una extensión de sus propios ojos que pudiera retener de alguna manera, uno de los momentos más intensos de la noche.  
Cuando volvió, la sirena esperaba acostaba, y mientras el temporizador de la Cannon empezaba el conteo, una medusa bailaba al compás, dibujando el infinito sobre la pelvis del fotógrafo.
Sin saber lo que se había retratado, fueron directamente a la cama. En la mesa de luz, la lámpara de sal daba consistencia a una sombra en la pared, como una pintura rupestre grabando en la piedra un ritual sagrado, la elevación del cosmos, un estallido de furia que antecedió la calma.

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